Abraham Ábrego / Director de Litigio Estratégico de Cristosal
Las víctimas de la violencia, las del desplazamiento forzado, y las de los crímenes de guerra han sido abandonadas por el Estado salvadoreño. La última expresión de esto es haber encargado la Dirección Nacional de Atención a Víctimas y Migración Forzada (DNAVMF) a una persona que no cumple con los requisitos, según establece el Manual Descriptor de Puestos del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública. Lo anterior es grave cuando le sumamos aspectos como la falta de una adecuada asignación de recursos, la deficiente articulación institucional y la no formulación y aprobación de instrumentos que faciliten su atención.
Si hablamos de prioridades, el presupuesto de 2021 para la atención integral a víctimas del ramo de Justicia y Seguridad Pública sufrió un recorte del 13.4% con respecto al del 2020, apenas fueron asignados $233,335, lo que representa el 0.01% del presupuesto del Ministerio de la Defensa; es decir, que por cada $100 para el Ejército, se destina un centavo para las víctimas, tanto de violencia como por desplazamiento forzado, entre otras.
El 100 % de estos recursos está destinado únicamente al pago de los salarios de las personas que trabajan en la DNAVMF y se desconoce aún cuál será el presupuesto del próximo año. Esto, pese a que la Sala de lo Constitucional reconoció el desplazamiento forzado en 2018, y ordenó dar prioridad a la atención de víctimas en el presupuesto y a elaborar una ley en la materia. Sin una prioridad clara en el presupuesto, las víctimas están condenadas a la desprotección del Estado.
Por otra parte, la Ley especial para la atención y protección integral de desplazamiento forzado fue aprobada en enero del 2020. Esta manda a elaborar, en el plazo de 90 días desde su entrada en vigencia, un reglamento que permita su ejecución. A pesar de ello, hasta la fecha el Ejecutivo aún no ha presentado ese instrumento fundamental.
A 20 meses de contar con la Ley, pero sin presupuesto asignado ni reglamento, la atención del Estado se limita a algunas instituciones públicas -con sus propios recursos – y al apoyo de organizaciones de la sociedad civil que brindan atención a víctimas de desplazamiento forzado por violencia. Por ejemplo, solo Cristosal ha atendido, entre febrero del 2020 y el 7 de octubre del 2021, a 346 personas, entre las cuales hay jóvenes y grupos vulnerabilizados, como mujeres y población LGTBIQ+. Personas que, de acuerdo con la ley, debieron contar con la atención y protección estatal.
La falta de implementación de la ley, ha conllevado que las entidades responsables de coordinar y articular el Sistema Nacional de Atención y Protección de Personas -que crea la ley- aun no funcionen, quedando las víctimas supeditadas a la falta de coordinación interinstitucional que se refleja, por ejemplo, en una ausencia de liderazgo por parte del Ministerio de Justicia y las Oficinas Locales de Atención a Víctimas de Violencia (OLAV). En muchas ocasiones el único apoyo que reciben las víctimas es el que proviene de la cooperación internacional, iglesias y las organizaciones de sociedad civil.
Además, hay significativas deficiencias en la aplicación del enfoque de derechos, enfoque de género y de rutas específicas para población desplazada LGBTIQ+, niñez y adolescencia, personas con discapacidad, entre otros.
Pero el abandono de las víctimas lamentablemente es histórico en El Salvador, una muestra es la falta de una ley de justicia transicional a casi 30 años de la firma de los Acuerdos de Paz. Además, en el caso de la masacre de El Mozote y sitios aledaños, la esperanza de las víctimas de alcanzar justicia ha sido obstruida con las recientes reformas aprobadas por la Asamblea Legislativa a la Ley de la Carrera Judicial, que separaron al juez Jorge Guzmán del caso, quien lo conoció desde la declaratoria de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía en 2016. Desde Cristosal, consideramos que la atención a las víctimas debe ser una prioridad, lo que requiere un mayor compromiso del Estado, solo así se puede construir una sociedad más justa para todos y todas. Estoy seguro que este sentimiento es compartido por muchas de las organizaciones dedicadas a la atención y protección de víctimas.
De la primavera al ocaso de la democracia en Centroamérica: ¿Hay todavía esperanza?
A finales de los ochenta, Centroamérica, especialmente Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, estaba agotada de guerras civiles y emprendió una ola de iniciativas de diálogo con una finalidad: la paz. Así, a principios de los años 90 se alcanzó la paz y se experimentaron nuevas libertades y perspectivas de desarrollo. La región apostó por la democracia. Fue una primavera, un tiempo de esperanza.
Hoy, observamos con decepción gobiernos con perfiles autoritarios en estos países, una corrupción que parece haber permeado esferas públicas y privadas, instituciones democráticas cooptadas, una independencia judicial cada vez más comprometida, militarización de la seguridad pública con sus consecuentes atropellos a la dignidad de las personas, inseguridad jurídica y falta del debido proceso, persecución al periodismo de investigación e independiente, rechazo a cualquier tipo de crítica y/u oposición política, y más grave aún, constituciones irrespetadas tanto en la forma como en el fondo, que es donde están contenidas las más altas aspiraciones de las sociedades que anhelamos desde un principio.
¿En esto terminó la democracia que germinó hace 30 años? ¿Quién o quiénes fallaron? Si miramos a las grandes democracias del mundo, es claro que no es la democracia en sí la que ha fallado. En la región, nunca hemos gozado de los frutos de una verdadera democracia.
¿Ha sido culpa de los políticos? Sí, esto es más evidente. El registro de promesas incumplidas y decepciones período tras período, tanto a nivel local como en el legislativo y el Ejecutivo, lo confirman.
El error resulta claro: hemos confundido el actuar de los políticos tradicionales con el desempeño de un auténtico sistema democrático.
A lo largo de la historia de la democracia en los países del norte de Centroamérica y en Nicaragua, la ciudadanía ha creído que su participación se reduce a votar en las elecciones y, segundo, ha valorado su intención de voto en función de las promesas de campaña y no en propuestas de gobierno.
Peor aún, lo ha hecho en función de la voluntad de los candidatos como única garantía de un buen gobierno. El ciclo de elegir y castigar con el voto ha marcado el sueño frustrado de la democracia en nuestros países.
“En arca abierta, el justo peca”: esto es lo que hemos constatado a lo largo de más de 30 años de historia democrática en Centroamérica.
El ciclo de prueba y error no funcionó, todos los candidatos y luego gobernantes decepcionaron. Y es que, precisamente, el éxito de la democracia no descansa en la buena voluntad de sus gobernantes, sino en la vigilancia del ejercicio de su poder.
Si el gobernante no es fiscalizado queda a merced tanto de su propia avaricia (natural en el ser humano), como de los intereses que le rodean. Sin vigilancia, el gobernante tiene a su disposición todo para incrementar su poder y quedar impune en sus actos.
El papel de la ciudadanía cobra relevancia en este sentido cuando deja de limitarse a votar y asume una posición crítica ante el proceder cotidiano de los gobernantes, apoyándose en el periodismo de investigación y en los medios de comunicación independientes, organizándose y aprovechando los mecanismos de participación que la democracia ofrece para poner en evidencia cualquier práctica corrupta y exigir rendición de cuentas, independientemente de simpatías ideológicas o políticas.
Este es el poder del pueblo, el verdadero contrapeso al poder de los políticos.
En este ocaso de la democracia en Centroamérica, solo este poder del pueblo podrá re injertar a esta planta moribunda, hacerle reverdecer de nuevo y florecer, para obtener abundantes frutos de bienestar y justicia. Es posible, en democracia.
La muerte de la Cicíes estuvo anunciada desde su nacimiento. No se podía esperar que una comisión contra la impunidad, que por estatutos tenía que responder al Ejecutivo, rindiera frutos en un Gobierno que ha demostrado que quiere desenmascarar la corrupción de los demás, pero le incomoda que se le exija a él. Basta con leer el comunicado de la Secretaría General de la OEA sobre la terminación del convenio, en donde se señala la actitud recurrente de la adminstración Bukele de “inducir a la Cicíes a investigar acciones de los políticos de oposición exclusivamente”.
Hace casi siete meses, en otra columna, urgía sobre la importancia de una Cicíes independiente y fuerte en el combate a la impunidad. A cambio, lo que obtuvimos fue su desmantelamiento. Por más que el presidente Bukele justifique que la decisión corresponde a la supuesta contratación del exalcalde Ernesto Muyshondt como asesor de la OEA, lo cierto es que Bukele no está dispuesto a que una comisión internacional descubra la corrupción que hay en su Gobierno. Ni ningún ciudadano de la República, para ser sinceros.
La cosa es simple: en el transcurso de 2020, la Cicíes encontró irregularidades en el uso de fondos del Estado que podrían constituir delitos. Tal como estaba mandatado, lo informó al Gobierno y este no quiso hacer nada. En un acto de rebeldía, la Comisión presentó por su cuenta tres avisos a la Fiscalía General de la República (FGR) en julio del año pasado (12 avisos en total hasta este año, según informó el Comisionado Ronalth Ochaeta en abril 2021). Esto demostró que la hasta entonces pasiva Cicíes no estaba dispuesta a ser instrumentalizada.
El comunicado del Secretario General de la OEA, aunque tardío por la calidad de las denuncias, deja en evidencia que los intentos por instrumentalizar la comisión no son teorías conspirativas contra el Gobierno, sino una realidad que va desde la negativa a publicar su informe sobre el uso de los fondos, pasando por la obstaculización en la investigación de las denuncias de corrupción, hasta las presiones para que se investigara exclusivamente a políticos de la oposición.
Sepultar la Cicíes, más allá de una evidencia de la falta de voluntad para combatir la corrupción y de una promesa incumplida, es un precedente grave por todo lo que está alrededor. Constituye una piedra más en el andamiaje autoritario y de concentración de poder que impulsa este Gobierno desde el 1M, en donde no caben entidades de control independientes.
Pretender instrumentalizar a la Cicíes convirtiéndola en “un esfuerzo retórico” –en palabras del Secretario General– es una defraudación del interés público. Los actos de obstrucción y entorpecimiento de la justicia constituyen el delito de encubrimiento (art. 308 CP), por el cual deberían ser investigados el presidente y todos los funcionarios involucrados.
Ahora el Gobierno -según comunicado de Cancillería- considera que al Secretario General de la OEA, le “falta de ética y legitimidad”, aunque durante todo el tiempo que duró la Cicíes lo consideraron socio confiable, indicativo de los cambios desfavorables en el entorno internacional para la gestión de Bukele con el nuevo gobierno estadounidense y las críticas unánimes de la comunidad internacional a lo que sucedió el 1 de mayo.
Es difícil saber a qué se refirió el presidente Bukele al decir que van a buscar otras opciones a la Cicíes. Las comisiones internacionales de este tipo hasta ahora ha sido desarrolladas con la OEA y ONU, caminos que, evidentemente, no seguirá este Gobierno. Una Comisión Regional Anticorrupción es algo que se ha explorado, pero poco creíble para países con malos precedentes y sin voluntad política para combatir la corrupción. Otras figuras más domésticas, como una comisión contra la corrupción –existente en países como Perú–, o el nombramiento de un comisionado en la materia son posibilidades, en la medida que se busque una figura que se pueda controlar y que aborde la corrupción de los demás, pero no la propia.
La lucha contra la corrupción nunca ha sido fácil en El Salvador, y debemos recordar que lo que se logró avanzar en los últimos años ha sido propiciado desde el periodismo de investigación, de iniciativas de sociedad civil y de la acción legal de quienes han sido afectados por la corrupción. Al parecer, en el contexto actual dependerá de la población organizada nuevamente empujar el combate a este flagelo.
No, las organizaciones sociales no somos oposición
La llegada de los gobiernos democráticos en Centroamérica marcó el final de una era oscura, lo que permitió avanzar hacia los derechos políticos y civiles y en la protección de los derechos de grupos históricamente vulnerados y perseguidos. La perspectiva histórica de violaciones masivas de derechos humanos en el mundo, pero en especial en la historia reciente de El Salvador, nos recuerda que democracia y estado de derecho no son conceptos abstractos, sino que nacen para prevenir abusos de poder y proteger vidas.
Las organizaciones de derechos humanos queremos que todos lo gobiernos tengan éxito en mejorar la calidad de vida de la población. Nuestra misión no está regida por ideologías o afiliaciones políticas, sino por los estándares de derechos humanos establecidos en los tratados internacionales y reflejados en la Constitución de la República de El Salvador. Sobre estos estándares es que analizamos el contexto, la gestión pública y la institucionalidad y tomamos posiciones críticas ante los gobiernos de turno.
Por ejemplo, en la gestión del presidente Salvador Sánchez Cerén, Cristosal tuvo fuertes desacuerdos con el gobierno sobre el reconocimiento del desplazamiento interno forzado, así como por condiciones análogas a la tortura en los centros penales, y por la actuación de miembros de la PNC que ejercieron violencia compatible con un patrón de violencia estatal.
Las organizaciones de derechos humanos somos constructivas, apoyamos el fortalecimiento de capacidades, hacemos propuestas y colaboramos con instituciones nacionales garantes de los derechos humanos. Cristosal ha presentado y apoyado propuestas de ley en cuatro gestiones gubernamentales, entre estas la ley sobre desplazamiento, y la propuesta de sociedad civil de la ley de reconciliación nacional.
No nos asusta debatir ideas, pero nos preocupa cuando nuestras propuestas y posiciones son rechazadas, no por sus méritos o con argumentos fundamentados, sino en campañas de ataques que usan el poder y recursos públicos para deslegitimar y difamar a las organizaciones y las personas. Estas campañas generan un costo social, profesional y en la seguridad personal de quienes ejercen su derecho a participar en los grandes temas de nación.
Tal conducta antidemocrática fomenta odio y división, destruye los espacios cívicos y desvía la atención y recursos de los temas más importantes. Además, implica un costo muy superior al beneficio de corto plazo que puedan obtener quienes se dedican a esto. El Salvador llegará verdaderamente a la posguerra cuando las personas y sectores puedan mostrar sus desacuerdos sin ser calificados como enemigos de la nación.
Cristosal se dedica a acompañar a víctimas de violaciones de derechos humanos. Entre otras acciones, hemos dado asistencia a miles de personas desplazadas internas, acompañado a las organizaciones históricas de derechos humanos y a grupos de víctimas de las atrocidades del conflicto armado, y durante la pandemia dimos asistencia humanitaria a cientos de desplazados y personas retornadas y sus familiares en Guatemala, Honduras y El Salvador.
En Cristosal no nos incomoda que el público conozca nuestras fuentes de financiamiento; todo lo contrario, nos enorgullece nuestra base de apoyo. Contamos con la ayuda de personas que con pequeñas aportaciones demuestran su solidaridad con la lucha por los derechos humanos en las Américas, y también recibimos fondos de agencias de cooperación respetadas internacionalmente. Esta información es reportada mensualmente al gobierno de El Salvador y es de acceso público, transparente y auditado.
Creemos que el trabajo de las organizaciones sociales es fundamental para la democracia y que, en nuestro rol de denuncia, el objetivo es ser constructivos. Con la denuncia esperamos provocar una reflexión en la sociedad sobre lo que significa ser verdaderamente iguales en derechos y dignidad, y cuáles son nuestras responsabilidades colectivas hacia los que sufren.
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